En los orígenes del cine fueron artistas de la talla de Chaplin, Keaton, Linder o Lloyd quienes hicieron de la comedia física el estandarte sobre el que se sustentó el nacimiento triunfal del séptimo arte. Obras como The Kid (1921) o El maquinista de la general (1926) llenarían las salas de cine tanto de un público como de unas risas que llegarían a generar la industria que hoy todos conocemos. A través de la creatividad del humor, donde el gag físico era su principal atractivo, conseguían nivelar las carencias o explotar las virtudes, según vean el vaso, de una tecnología recién nacida y, al mismo tiempo, perfilaban las bases de un arte que, gracias a su éxito, crecería a marchas agigantadas. Crecimiento que provocó que la evolución tecnológica no tardase en castigar, a la mayoría de ellos, con el más cruel de los olvidos. Con la llegada del sonido, la palabra se convirtió en una rotunda dictadora que abarcaría la mayoría de las obras que, a partir de los años 30, inundarían las grandes salas cinematográficas. Pronto el espectador requeriría tramas a las que Keaton o Lloyd no estaban, o no les dejaron estar, capacitados para responder y, aunque el genio de Chaplin resistiría, fueron otros los cómicos que triunfaban ante la gran masa al adaptarse a las nuevas características del medio. De este modo surgieron nuevos rostros como los hermanos Marx, Bob Hope, Jerry Lewis,... que provocarían el olvido de estos grandes artistas iniciáticos que, incapaces de adaptarse a las nuevas tecnologías, como se puede ver en la magnífica Sunset Boulevard (1950), serían consumidos por una industria que no entiende de recuerdos.
Pero, además del sonido, en aquellos años 20, sería otro descubrimiento tecnológico el que diese el espaldarazo definitivo a estos artistas. Un nuevo mundo empezaba a abrirse paso en la industria norteamericana de la mano de un, por aquel entonces, desconocido Walt Disney. La animación se convertía en un nuevo lenguaje que curiosamente nacía con las mismas premisas que, años antes, habían caracterizado al cine de estos olvidados pero con la diferencia de que en, vez de hombres, las películas estaban protagonizadas por dibujos animados. Ahora el gag sería el arma de una animación que iría creciendo a lo largo de la historia con los rostros de los Mickey Mouse, Bugs Bunny, Pink Panther, Roger Rabbit o el revolucionario flexo Luxo. Parecía que, inevitablemente, el mundo de estos cómicos moriría con la figura de Charles Chaplin cuyo genio indiscutible le valdría para sobrevivir aún a costa de la vida de su Charlot, que desaparecería en las últimas películas de su filmografía, y que bien podría decirse que tendría como epitafio esa famosa escena en la que, convertido en un dictador, juega con un globo terraqueo como si del juguete de un niño se tratase.
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Pero la semilla que estos pioneros habían dejado era demasiado importante como para no haber dejado impronta en las nueva generaciones. Quizás por ello, a finales de los años 40 y principios de los 50, aparecería un nuevo personaje llamado Monsieur Hulot que tomaría el relevo directo de aquellos pioneros. Este personaje había sido creado e interpretado por un joven francés llamado Jacques Tatischeff pero que se conocería, a partir de entonces, como Jacques Tati. Tati supo ver las posibilidades que el gag físico podría tener en el nuevo cine y su adaptación fué una sorpresa en el mundo cinematográfico. A través de películas como Jour de fête (1949), Les vacances de Monsieur Hulot (1953) o Mon Oncle (1958), Tati supo utilizar el sonido como un arma tan poderosa como el propio gag y a través de estas facultades criticar como la modernidad y la tecnología convertía al hombre en un ser esclavo de sus propios inventos. Monsieur Hulot hacía, del algún modo, justicia a sus predecesores y, con una confianza total hacia el gesto frente a la palabra, Tati se jugó toda su fortuna en su última gran película: Playtime (1967). El fracaso comercial del film supuso la ruina personal del director francés y el castigo televisivo de su vida profesional. Aún tendría tiempo para desarrollar dos proyectos televisivos más pero quizás tanto su tiempo como su confianza habían sido olvidadas por el gran público, al igual que en su día les ocurrió a sus queridos Keaton y Lloyd. Tati moriría a principios de los 80 y su legado es una corta pero magnifica filmografía que debería ser revisitada cada vez que la realidad se nos hecha encima. Pero, además de este legado, Tati dejó un último guión que, misteriosamente, llamó La cuarta película y que nunca llegaría a rodar quedando en el recuerdo material del adiós de un genio.
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Quizás fuese la misma esencia que movió la pasión de Tati por la comedia muda norteamericana y francesa como la que inspiró a un dibujante francés a iniciar su propia obra. Sylvain Chomet, famoso creador de la excelente novela gráfica Leon La Came, irrumpía en el panorama de la cinematografía, primero con el cortometraje La vieille dame et les pigeons (1997) que le valdría la candidatura a los Oscar además de innumerables premios, y, posteriormente, con el largometraje Les tripletes de Belleville (2003). En ella se descubre un enorme talento de la animación francesa. Chomet nos adentra en un universo tan personal como sumamente atractivo y donde, una vez más, la palabra perdía su hegemonía. En dicha obra Chomet haría posible la unión de los dos mundos nacidos del gag físico ya que, indudablemente, son igual de importantes las influencias originarias de la historia de la animación como de la obra de los padres del gag físico. Chomet, al igual que Tati, convierte el gag en una herramienta sutil que persigue más la risa que la carcajada. Con un morboso humor, en el mundo de Chomet se caricaturiza la realidad provocando que las apariencias no engañen, de un modo en el que todos los personajes son, en sí mismos, un gag que retrata su propia personalidad. Los significantes desaparecen pero los significados se exageran y simplifican alcanzado un discurso que, unido al especial universo visual de Chomet, nos trasladan a un nuevo y atractivo lenguaje. De este modo nos encontramos con un petreo ciclista de deformadas piernas, unas artistas trillizas que sólo comen sapos y no pierden ocasión de interpretar su música nacida de los sonidos de neveras y aspiradoras-los numeros musicales son magníficos-, uraños guardaespaldas cuadriculados como armarios, camareros tan serviciales que sus huesos parecen de goma ante tanta dedicación y, sobre todo, la absoluta destrucción de la dictadura de la palabra frente al gesto de la caricatura.
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Por su parte Chomet muestra un respeto total por la obra de Tati que le lleva a relajar su exagerado estilo en favor de la narración de la historia. Además la circunstancia de que la película sea en 2D realza, aún más, su aire nostálgico gracias a la realidad tridimensionada que rodea en la actualidad al mundo de la animación salvo en el oasis nipón por todos conocido. El trazo del dibujo sobrevive en una escasa excelencia del mismo modo que sobrevive el propio Chomet, el antiguo Tati,... Como símbolo del mencionado respeto hacia Tati, Chomet utilizó fragmentos reales de la obra de su antecesor en sus dos películas animadas. En Les triplettes de Belleville (2003), las trillizas se ríen en su cama mientras ven en televisión un fragmento de Jour de fête (1949), mientras que, en L`Illusionnisie (2010), Chomet va más allá y llega a enfrentar al mismo Mago Tatischeff como su alter-ego Monsieur Hulot, alter-egos, ambos, de Jacques Tati. Este último alcanza un signifcado que utilizaré para finalizar esta crítica y que me servirá para resumir la impronta de este film. Y es que dicho encuentro entre la animación del mago Tatischeff y la imagen real de Monsieur Hulot es la prueba ineludible que demuestra, algo que probablemente desconociese el pesimismo de estos olvidados, que las grandes obras cinematográficas tienen el don de otorgar la inmortalidad a sus protagonistas, una inmortalidad que, por supuesto, habita en el alma de Chaplin, Keaton, Lloyd, Tati y Chomet.
Interesante Tony...
ResponderEliminarthanks
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